Viviendo en el fin del mundo

Algunas anotaciones sobre vivir y sobrevivir al fin de los tiempos

Anthologyris 🍂
6 min readApr 19, 2024
El día del fin del mundo, donde el fuego mató la vida en la montaña mientras la luna Llena alumbraba la noche

Tenía seis años cuando escuché hablar por primera vez del “calentamiento global” y de la importancia del cuidado del agua. Lo recuerdo porque con la ayuda de mi hermana mayor, hice un cartel que decía “gota a gota, el agua se agota” y lo recuerdo porque la idea de que algún día nos quedáramos sin agua, me parecía aterradora, el fin del mundo. Mamá siempre me enseñó a respetar y cuidar a la madre naturaleza y Papá siempre mostró empatía y cuidado hacia los animales. Mis referencias siempre fueron de cuidado y respeto hacia todos los seres vivos que cohabitan conmigo y jamás he comprendido las mentes que no lo entienden como yo y en las que la madre naturaleza tiene poca o nula relevancia.

Tenía esa misma edad, cuando en 1999, se vaticinaba el fin del mundo, por ser el fin de la época, el comienzo de un nuevo siglo en el que “1999” tenía el signo de la bestia invertido, lo cual no podía significar otra cosa que el fin del mundo. Pero llegó el nuevo milenio y el mundo siguió. Luego vendría el 6 de junio de 2006, que también conformaría el número de la bestia (06/06/06) y nuestra inminente destrucción, pero enseguida llegó el día 7 y nada pasó. Tiempo después se rumoró otro fin del mundo, este llegaría con el equinoccio de invierno, el 21 de diciembre de 2012, según una antigua profecía maya mal entendida, porque aquí sigue el mundo y aquí seguimos nosotros, sin acabarnos.

Nunca pensé que tendría menos de 30 años y ya tener en mis registros de vida el haber sobrevivido a tantos “fin del mundo”, contando incluso el último del 2020 con la pandemia y todo lo que ha sucedido después a nivel global en donde la tensión entre países hace más posible una tercera guerra mundial. Pero lejos de encontrarnos con fechas precisas indicando que el mundo colapsará, que será impactado por un meteorito, o una bomba atómica, parece ser que el mundo fin del mundo está sucediendo día con día de manera silenciosa.

Todos los días nos estamos acabando el mundo y no grita, ni hace ruido, ni nos avisa, ni se queja, pero su destrucción es claramente visible, se ve y también se siente en el cuerpo, en el corazón, en el alma. No habla pero duele. No se queja, pero sí regaña. A veces se despierta furiosa como tormenta en medio del desierto, pero otras veces sólo tenemos su ausencia, han pasado cuatro meses desde que inició el año y no ha llovido un solo día.

Y me duele porque soy hija de la lluvia, porque el lugar donde nací solía ser húmedo y llovía todo el día, su calor era suavecito, daba cobijo y no ganas de huir y maldecir a las personas porque tu cuerpo no está acostumbrado a tanto calor. Había viento que te refrescaba y no viento furioso que se lleva los techos de las casas y te llena los ojos de polvo. Y me duele porque comencé a tenerle miedo al viento.

Tengo casi treinta y un años y me está tocando a mí y a toda una generación, mirar cada día y poco a poco, cómo todo en el mundo está cambiando, cómo la belleza se acaba y cómo la madre naturaleza nos está dejando únicamente su silencio, nos abandona, nuestra madre nos abandona porque la hemos desestimado, la hemos explotado. Cada vez menos aves y cada vez menos sabes cuándo te tocará a ti ser un desplazado climático.

Y me da tristeza, más tristeza que miedo, el hecho de pensar en todas las cosas que estamos perdiendo. En mis últimos viajes he sido testigo de la devastación: México se está secando, nos quedamos sin agua y sin lagos; México se está quemando: desde hace meses todo el país está siendo víctima de incendios forestales y no hay personas ni recursos suficientes para apagarlos todos. Y me duele y lloro y le pido perdón a la madre por hacerle esto, me duele y lloro en mis momentos más elevados, borracha o bajo los efectos de los niños santos, he llorado y le he pedido perdón, porque me duele.

Duele.

Hace unas semanas mi valle precioso estuvo en llamas y sentí miedo, pero más tristeza que miedo, fue impactante y sumamente lastimoso ver cómo los cerros que rodean la ciudad que me vio crecer estaban siendo consumidos por el fuego; el fuego y el aire se pusieron de acuerdo para matar la vida silvestre en esas montañas imponentes que bajo el fuego resultan vulnerables y chiquitas. Lloré al ver cómo los cerros eran devorados por el fuego y ha sido lo más cerca que he estado del fin del mundo, y pensé mientras miraba los cerros quemarse, que si el fin del mundo sucedía, debía verse así, siendo devorados por el fuego y el viento cómplice.

¿Contra quién nos vamos a levantar en armas? ¿Cuál es la cara de quien permite esto y por culpa de quién nos vamos extinguir? Si todos somos parte de este mundo que matamos con nuestro silencio y apatía mordaz, mientras las personas verdaderamente responsables y poderosas jamás darán la cara porque ellas, ellas viven en otro mundo, un mundo que les compensa su idiotez mientras están ocupadas emitiendo gases tóxicos al planeta sin culpa alguna y nosotros acá, chiquitos, bañándonos con poquita agua y sintiendo culpa cada que usamos vasos con popote.

¿Cómo vamos a solucionar el problema si los mismos gobiernos son un títere? ¿Cómo vamos a organizarnos si nos la pasamos peleando por nuestras diferencias? ¿Cómo vamos a salvar algo que lleva muriéndose tanto tiempo? ¿Cómo vamos a pararlo si a las únicas personas que pueden hacerlo no les importa? y por el contrario, no creen que sea una realidad, o lo que es peor, no pueden entender la realidad sino a través de cifras, números y dinero, de lo material e inmediato que les da comodidad en un mundo hecho por y para ellos.

¿Qué me corresponde a mí? ¿Cuál es mi papel en todo esto? ¿Sirve de algo? ¿Importa? ¿Tengo que hacer algo? O simplemente encerrarme en un búnker a esperar el día final, el día del juicio. Esperar a ser una desplazada climática y ver cómo todo lo que una vez amé y la belleza que habitó conmigo, desaparece.

Como es arriba, es abajo. Como es adentro es afuera. No hay tiempo. Son solo gritos al vacío. Quienes tienen que escuchar, no escuchan gritos, escuchan quizá algún susurro de personas chiquitas a lo lejos, que no entienden, ni quieren entender, ni les importa.

No sé si mi cuerpo sobreviva a este cataclismo de indiferencia y de vacío espiritual, pero escribo esto esperando al menos, que mis palabras le sobrevivan, que queden impresas por ahí o guardadas en algún disco duro que sea encontrado entre los escombros que deje esta guerra de egos.

Mi cuerpo perecerá algún día, muchos animales y plantas también. Se acabará la belleza de mi ciudad. Se acabará la belleza de mi país. Pero no será hoy ni mañana, sino todos los días poquito a poquito sin que nos demos mucha cuenta de que nos abandona, de que, repito, nos deja solo su silencio.

Se acaba el mundo y su belleza.

Se muere la Tierra.

Y me despido todos los días de ella.

Y sobrevivo todos los días con ella.

Y le sonrío y la guardo en mis recuerdos más preciados.

Y le agradezco.

Y me mira a los ojos y la miro de vuelta

Y lloro.

Y sonriendo me dice “no te preocupes, si me muero, te mueres conmigo, porque eres parte de mí”.

Y le sonrío de vuelta y le doy la mano y somos resistencia,

Y resistimos. Y bailamos. Y bailamos juntas en medio de árboles de níspero, naranjo y guayaba y me lleva al jardín de mi infancia y sonrío y huelo y veo que es perfecta. Que somos la creación perfecta.

Y sobrevivimos al fin del mundo.

Y por fin entiendo
que el fin mundo
será final y simultáneamente
en el fin
de mi vida.

Sonrío, hay esperanza. 💚

¿Y si nos organizamos? 😊

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Anthologyris 🍂

Autorretrato. Aquí vengo a desnudarme el alma. Aquí me entrego a quien me lee, aquí yacen los restos de lo que fui, de lo que soy ayer, ahora y siempre.